por Guillermo Estévez Boero
Llamamos patrimonio cultural al conjunto de bienes materiales y espirituales creados por una comunidad a lo largo de su historia. Esos bienes y el proceso mismo de su creación constituyen la cultura.
Lo cultural es todo lo que concierne al ser humano. Por ello la cultura es global, no puede limitarse a las producciones literarias y artísticas, sino que concierne a todos los aspectos de la actividad humana. Es el conjunto de todo lo que hacemos y somos.
Los trabajos de producción simples o sofisticados, de investigación, científicos o técnicos, las distracciones, los deportes y por cierto, todo aquello que permita la comunicación y fundamentalmente el sistema de información, concurren a la conformación del hombre cultural que es todo hombre.
No hay verdades eternas en la valoración de los bienes culturales. La valoración del hombre sobre sus creaciones cambia a través del tiempo. Debemos preservar lo que valoramos para legarlo a las generaciones por venir. Ellas actuarán de acuerdo a sus propios criterios. En ese proceso de memorias y olvidos se construye nuestra identidad.
Ello es así, porque nuestro patrimonio cultural refleja los comportamientos acaecidos que han configurado nuestra entidad nacional. Esos comportamientos se han plasmado en producciones materiales e inmateriales que constituyen, de una u otra manera, la historia cultural argentina. Su conocimiento y difusión posibilitara que la comunidad actual pueda comprender el pasado, reflexionar sobre sí misma y afirmar su propia identidad.
En un estudio realizado por la UNESCO, sobre la estructuración filosófica del tiempo en las distintas culturas, se sostiene que nuestro presente no alcanza todo su sentido sino cuando engloba tanto el pasado como el futuro.
Un rasgo característico del hombre, desarrollado en el curso de la civilización, es el intento de ampliar la conciencia perceptiva del tiempo, de ir más allá de los estrechos límites del presente, de la experiencia inmediata.
Y he aquí la función trascendente de la cultura. Como lo expresara Ortega y Gasset "para andar con acierto en la selva de la vida hay que ser culto, hay que conocer su topografía, su ruta o método, es decir, hay que tener una idea del espacio y del tiempo en que se vive, una cultura actual”.
Como lo dijo André Malraux “la herencia cultural no es el conjunto de obras que los hombres deben respetar, sino de aquellas que pueden ayudarle a vivir”
La incultura ocasiona la incomprensión de la realidad que nos rodea, provoca la desadaptación social y descompensa la personalidad. De hecho, las conductas violentas de un cierto número de jóvenes son la protesta inconsciente contra la ausencia de un tiempo integrado. Otra desadaptación consiste en evadirse del presente, ya sea a través de la droga o la exaltación patológica de lo erótico. La ausencia de los valores trascendentes de la cultura para la comprensión del espacio y tiempo, deviene en el culto de las sensaciones primitivas.
El modelo de la sociedad consumista que vivimos ha operado un fenómeno de globalización creciente del espacio económico, social y cultural. De la alimentación al vestido y del transporte a la recreación, en todos los ámbitos tienden a difundirse modos de consumos idénticos. Este movimiento es producido e incrementado por los medios de comunicación de masas y las industrias culturales que prologan su accionar a la cultura, las ideas y a los modos de percepción y de representación del mundo. Esta lógica de la uniformización provoca un desequilibrio determinado por la uniformidad del mensaje y las desigualdades abismales existentes entre las diferentes clases sociales, entre los diferentes continentes, regiones y países. Además la globalización tiende a promover todo aquello que se ajusta a ella y a destruir lo que se le opone. Así se omiten facetas enteras de las facultades creadoras y se mutilan las sociedades en sus personalidades específicas y en su configuración particular.
Sin embargo, las culturas nacionales están resurgiendo, en estos momentos, cada vez con más fuerza porque los pueblos buscan en el reconocimiento de su singularidad e identidad la tabla de salvación para su crecimiento sostenido y autónomo. Esto sucede no sólo en los países del Tercer Mundo, sino en los propios países centrales de Europa.
Muchas veces dijimos que los argentinos vivimos una crisis de identidad nacional como consecuencia de la dependencia cultural que, desde hace décadas, nos está imponiendo una imagen de nosotros mismos, que no coincide con nuestra realidad. El mensaje que irradian las multinacionales es que los argentinos no tenemos nada que ver con América Latina, que somos absolutamente diferentes, que estamos más cerca de un europeo que de un chileno o de un paraguayo.
Los argentinos hemos vivido siempre como un problema nuestra identidad nacional, salvo determinados momentos de plenitud económica y estabilidad política.
Ya Sarmiento, en 1858, y hablando ante jóvenes interesados en comprender el proceso y sentido de la historia de América, se formulaba aquellas preguntas, que después se han repetido, acerca de nuestra genuina identidad, “¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? interrogantes que reiteró y amplió en 1883 en “Conflictos y Armonías de las razas de América” ¿Somos europeos? ¿Somos indígenas?, ¿Somos Nación? ¿Argentinos?.
Hasta que vino la guerra de Malvinas a demostrarnos a qué parte del mundo pertenecemos los argentinos.
Quienes recorremos a diario el país, vemos que cada vez nos estamos asimilando más a este gran subcontinente de la pobreza creciente que es América Latina.
Los argentinos tenemos que alimentar nuestro desarrollo cultural a partir del conocimiento y de la comprensión de nuestra tradición nacional. Tenemos una nacionalidad rica, en ella debemos sumar la cultura de las grandes civilizaciones precolombinas existentes en nuestro continente antes de la llegada de los conquistadores. Debemos también asumir el sacrificio y la cultura de todas las corrientes de inmigrantes que llegaron a nuestro país desde todas las latitudes, a todos ellos debemos comprenderlos y amarlos, porque integran la nacionalidad rica y maravillosa de nuestro pueblo.
Sucede que en América Latina el problema de la nacionalidad o más exactamente de la Nación –como bien lo advertía Mariátegui- es un proceso aún no resuelto. El problema de la Nación aquí siempre ha sido el de la incorporación democrática de las masas populares marginadas a un proceso integrativo de la nacionalidad.
En América Latina la superioridad relativa de las fuerzas de la conquista y de la colonización con relación a las civilizaciones precolombinas, quiebran la evolución histórica natural. Posteriormente con el movimiento independentista se comienzan a configurar los Estados sobre la base de una nacionalidad débil, en formación.
La estructuración de Estados no participativos determina débiles y lentos procesos en la conformación de la nacionalidad.
En las etapas de gran coincidencia entre los valores que sustentan el Estado y los valores subyacentes en la sociedad, la articulación entre ambos se concreta, avanzando en idéntica medida la conformación e integración de la Nación.
En consecuencia el fortalecimiento efectivo de la Nación – que no emerge de las bocas del fusil ni de los guarismos de un presupuesto- se produce en relación directa a la comunión de valores en el seno de la sociedad. Esta comunión a la altura de nuestro siglo sólo se incrementa a través de la práctica y de la profundización de la democracia.
Un Estado vacío de participación y de coincidencias jamás puede ser representativo del interés nacional ni de los valores de la nacionalidad.
En Argentina fue la generación de 1880 - imbuida de ideas positivistas - la que echó las raíces del proceso formativo de la nacionalidad.
El lema de poblar el desierto que con marcado optimismo levantó esta generación suponía alterar la estructura demográfica, social y cultural, significaba abrir un interrogante sobre el futuro, puesto que se alteraban las formas de la acción social al tiempo que se alteraba el sujeto de esa acción.
De hecho, tanto la mayor incorporación al mercado mundial como las tareas de homogeneizar las estructuras sociales provenientes del período de enfrentamientos civiles postindependentistas y/o de los aportes inmigratorios fueron resueltas en general mediante una fuerte centralización del Estado.
La misma oligarquía que abrió las puertas a los inmigrantes, no estaba dispuesta a compartir con ellos el poder ni la riqueza y no se dio política alguna destinada a lograr su asimilación e integración para hacerlos solidarios con el destino nacional.
Lo que caracteriza a esta etapa es la creciente demanda de acceso a la vida política por parte de las nuevas fuerzas sociales y la actitud resueltamente antipopular de los grupos gobernantes, cuyo liberalismo político se fue despojando del contenido democrático que lo animaba al comienzo del ideal, en otras tierras y en otros tiempos.
La generación de 1880 nos dejó una magnífica legislación liberal, pero, frente al grave problema que germinaba ante sus ojos, se constituyeron como oligarquía hermética y se negaron a replantear el problema político-social de la Nación.
Desde entonces se suceden las interpretaciones de esta singular condición histórica, que alcanza a toda la América de habla hispana, pero que se radicaliza entre nosotros llegando a concluir que “la Argentina es Europa” o a escindirla en dos, a medio camino entre Europa y la condición americana.
Un representante de aquella generación, José Ingenieros, plantea el problema de la nacionalidad jerarquizando la cultura y la moral como ejes de un proyecto de recomposición de lo nacional, de ahí su adhesión al movimiento de la Reforma Universitaria de 1918 y su militancia político cultural mediante la edición de libros básicos accesibles a través de la Editorial “La Cultura Argentina”.
El movimiento de la Reforma Universitaria de 1918 significó la primera proposición colectiva - en el campo intelectual - en nuestra historia, de profesar con lealtad lo argentino, lo americano. Según sus propios protagonistas la Reforma plantea nada menos, que el problema de ser independientes para estar en condiciones de tener una cultura propia, una cultura no dependiente, una cultura nacional.
Pero pronto llegamos a 1930, fecha que hoy tendemos a ver como una frontera histórica mayor, crisis de la Argentina exportadora, crisis también de lo que había alcanzado por aproximaciones sucesivas la democracia política.
Las periódicas quiebras del orden institucional aceleran el retroceso de la vida de los argentinos desintegrando nuestro proceso cultural.
Desde 1930 en adelante, nuestros breves ensayos constitucionales al ser interrumpidos por regímenes dictatoriales van produciendo disloques en la experiencia de los argentinos, lo que determina un desarrollo cultural discontinuo, que se expresa en la conformación de estratos culturales incomunicados en el tiempo.
Como lo afirma José Luis Romero "nada más opuesto que este proceso a aquella condición que parecería indispensable para la constitución de las grandes culturas: una sostenida continuidad en el tiempo de una sociedad homogénea”:
Desde 1930 son coincidentes las expresiones de destacadas personalidades que señalan que los argentinos estamos atravesando una crisis cultural. Así lo expresan, entre otros, Ezequiel Martínez Estrada en “Radiografía de la Pampa”, Saúl Taborda en “La crisis espiritual y el Ideario Argentino”, Eduardo Mallea en “Historia de una Pasión Argentina”.
Esta fue también la preocupación de ese gran pensador de lo nacional, Ricardo Rojas, quien en 1935 decía “si no hay autonomía espiritual, no puede haber autonomía material”.
Debemos asumir nuestra historia para poder recobrar nuestra identidad nacional porque solamente el hombre que se autoidentifica en su espacio y en su tiempo es capaz de asumir el proceso cultural. Saber dónde estamos y hacia dónde vamos; los pueblos que no tienen dimensión de su pasado, no pueden proyectarse hacia el futuro.
Esto es especialmente válido en el mundo actual, con el debilitamiento de las grandes ideologías, la comunicación de masas y la crisis de la política. Esta última puede entenderse como reacción de la sociedad frente a lo que percibe como una desconexión entre los valores y la acción política real de sus representantes.
Hoy vivimos en nuestro país y en el Tercer Mundo en general momentos difíciles y complejos que nos llenan de incertidumbre y de frustración. No tenemos que dejarnos ahogar por la catarata de hechos negativos que se precipitan sobre nuestros sentidos todos los días y que nos dejan sin poder pensar con profundidad acerca de la naturaleza de los grandes problemas que afectan a nuestra Nación.
Un “nuevo inicio” es posible si sabemos rescatar el hilo conductor que ligue la fuerza que viene del pasado con una renovada interpretación del presente y con la elaboración y puesta en marcha de un proyecto de país independiente pluralista y solidario.
Los socialistas creemos profundamente en la existencia de la Nación, porque vemos en cada argentino y en cada argentina la posibilidad honesta, real de salir adelante. A pesar de todo lo que vivimos, hay grandes fuerzas acumuladas que es necesario liberar y esa fuerza está en el corazón y en la mente de los argentinos, esas fuerzas son las que dieron a nuestros soldados el coraje de cruzar los Andes y de liberar medio continente, sin tecnología, sin ayuda extranjera, con fe en el destino independiente de la Nación.
Hemos aprendido a comprender el sentido de nuestra Nación y el sentido de la Unidad Nacional que se logra con la participación protagónica de todos los argentinos. Por eso creemos que no se puede recrear la Nación sin crear nuevas instituciones políticas que canalicen la participación popular.
Además de cambios institucionales debemos impulsar un cambio cultural que reivindique nuestros valores. Por ello queremos conmemorar las fechas patrias en sus días, queremos que nuestros niños bailen nuestra música nacional, que aprendan no solamente la vida de los grandes constructores de nuestra Nación, sino que además aprendan – para que emulen – la existencia de otros héroes, como fue el Tamborcito de Tacuarí quien naciera en nuestra provincia de Santa Fe, el Sargento Cabral, el Negro Falucho, las Niñas de Ayohuma. Conocer la existencia de estos hombres y mujeres de nuestro pueblo que hicieron la Nación, para que todos sepamos cómo podemos definir nuestro destino, actuando como lo hicieron ellos.
Este es el sentido profundo de la interpretación de nuestra historia donde el pueblo juega su rol protagónico. Hoy el país se ha quedado sin historia porque nadie cree en el pueblo para construir la Nación, tenemos más interés en quedar bien con el Fondo Monetario que con nuestros trabajadores y productores, y así no se puede construir la Nación porque no se sabe adónde está su fuerza. La fuerza de nuestra Nación está adentro y abajo, y nunca estará arriba y menos estará afuera.